“Cuando hoy, durante la ascensión por las terribles pendientes del Izoard, hemos visto a Bartali lanzarse solo en persecución, a grandes golpes de pedal, manchado por el lodo, hundidas las comisuras de los labios en un rictus que expresaba el sufrimiento de su cuerpo y su alma –Coppi ya había pasado por ahí hacía un buen rato y afrontaba las últimas rampas del puerto-, ha resurgido en nosotros, 30 años después, un sentimiento que nunca hemos olvidado. Hace 30 años, quiero decir, aprendimos que Héctor fue asesinado por Aquiles (…) Por supuesto, Coppi no posee la fría crueldad de Aquiles; más bien al contrario. Ambos campeones son, sin duda alguna, los más cordiales, los más amistosos. Pero Bartali, más distante, más brusco –de forma inconsciente, en cualquier caso- vive el mismo drama que Héctor: el drama de un hombre vencido por los dioses. Contra la misma Atenea debió luchar el héroe troyano: su muerte resultó fatal. Fue contra una fuerza sobrehumana contra la que luchó Bartali, y no podía sino perder; es el poder maléfico de los años. Su corazón, sin embargo, sigue siendo formidable; su musculatura se mantiene en perfecto estado y su espíritu guarda la firmeza de los años en que la suerte le sonreía. Pero el tiempo hace estragos sin que él se percate de ello (…) Y hoy, por segunda ocasión, ha perdido..
Dino Buzzati, periodista y escritor para El Corriere della Sera. Crónica de la etapa Cuneo-Pinerolo del Giro de 1949
Se agitaba la Italia de entreguerras. El país enardecido por Mussolini se mesaba las armas y las enseñas, primero fascio, luego dictadura y finalmente Imperio, para luego arrepentirse de casi todo. El país no gozó de grandes figuras deportivas. La máxima emoción la dispensaban una Roma y una Lazio fuertemente politizadas, la una con la izquierda roja y la otra con los fascistas. En medio, la bicicleta surcaba las calzadas y colinas del país mediterráneo. Gustaba mucho el ciclismo en Italia y el Giro era, con permiso del Calcio, el mayor evento deportivo del año. El país del Imperio Romano, del Renacimiento, los Papas y de Verdi, se echaba a las carreteras y cunetas para contemplar el espectáculo de los hombrecillos de palo escalando las lomas y cuestas escarpadas. El sufrimiento de esos hombres no parecía de este mundo. Los tifosi de la bicicleta eran legión pero no hubo nadie con verdadero tirón después del pentacampeón Alfredo Binda —apodado La Gioconda por su elegante y constante sonrisa— hasta que vino Gino Bartali, un toscano gentil y humorado que hizo las delicias del Duce, muy admirador, y que mejoró todo lo pasado y presente. Era 1936 y los ánimos en Europa estaban cada vez más crispados. A los héroes populares se les pagaba a precio de oro para que añadieran literatura a la causa. Mussolini lo sabía y Bartali se dejó querer. Y si él era bueno, y Valetti, y Camusso, irrumpió a la zaga el piamontés Fausto Coppi y los superó a todos. Y sólo Gino Bartali se negó a dejarse pasar por el carismático Fausto, cuyo esfuerzo no parecía tener rendición, o sólo a Gino le dieron las piernas para plantarle cara. Desde 1940 Coppi y Bartali serían la religión enfrentada del ciclismo italiano, un mito de rivalidad que hizo florecer —con permiso— la emoción del deporte de Homero. El ciclismo en Italia fueron ellos dos como en Occidente al principio fueron Dante, Cervantes o Shakespeare.
La postal era como sigue. Uno guapo y otro feo. Uno católico y otro ateo. Uno conservador y el otro casi comunista. Bartali era un diésel fiable y de intenciones claras; tradicional, elegante, italiano de viejas esencias. Coppi era impredecible y melancólico, corredor a golpe de inspiración; huidizo, tímido, enjuto, revolucionario a su manera. Bartali era hosco pero enamoraba; Coppi caía bien, pero nadie acababa de entenderle. La realidad era que ambos ciclistas ofrecían un abanico teórico de diferencias que colmaba la libido de los periodistas y aficionados. De salida era inevitable que fueran corredores de éxito y no se les confrontara a ambos lados del póster. La venida de Bartali y la posterior irrupción de Coppi fue una magnífica noticia para Italia y para La Gazzetta dello Sport, periódico impulsor del Giro. Ninguna competición sobrevive sin conflicto. Eran como Belmonte y Joselito, juntos pero no revueltos y con una rivalidad más en el papel y en las bocas que entre dos hombres que, en honor a la verdad, fueron más amigos que enemigos aunque nunca quedaran para almorzar. No importaba, no obstante, que ninguno hubiera matado realmente a Liberty Valance. Lo importante era que figurara como tal, y así fue para la Italia de los mitos.
“Clásico, metafísico también, de la palabra…”
Gino Bartali hizo acto de presencia en el Giro de 1936, con 22 años. Corría con el invencible equipo Legnano y sorprendió a todos imponiéndose en la clasificación general final al veterano Giovanni Valetti. Fue un comienzo precoz, realmente precoz. Cerca estuvo, sin embargo, de dejar la bicicleta tras la traumática muerte de su hermano Giulio Bartali un mes después de la victoria en la ronda italiana, pero fue convencido de continuar con su carrera. Se recuperará y al año siguiente Bartali se consagra. Con 23 se enfunda de nuevo el rosa en Milán, esta vez con amplio margen y llevando todo el peso de la carrera, erigiéndose sin discusión como la figura ciclista del país. Tras su paso seguro y elegante van los pasos de una Italia muy compleja a caballo entre lo conservador y lo nacionalista, hija de la alianza de poder entre la media y alta burguesía y el nuevo corazón fascista. En 1938 Bartali redobla el reto y renuncia al Giro para correr el Tour de Francia, la enigmática ronda gala. Sólo un italiano la había ganado hasta entonces, Ottavio Bottecchia. Correr en casa era algo familiar, un ejercicio de gran dureza doméstica al sol de la propia patria. Correr fuera era algo más cercano al excursionismo y la aventura, una misión más hostil en la que tantos uomini habían fracaso anteriormente. Pero Gino Bartali fue y volvió vestido de amarillo. Se impuso con creces sacándole más de quince minutos al segundo y al tercero, completando un Tour fantástico que ganó, sobre todo, tras una gran cabalgada en solitario en la decimocuarta etapa entre Digne y Briançon. Todo el país se había enamorado de su ciclismo inmaculado, fiable, de una forma de correr armónica y graciosa. A finales de la temporada de 1938 la estrella de Gino Bartali brillaba sin igual. Hitler, sin embargo, tenía otros planes.
La Segunda Guerra Mundial se cobró sus mejores años de carrera deportiva. El corredor de ciclismo siempre florece entre los 26 y los 31, casi exactamente los años que Gino Bartali tuvo que permanecer, como todos, a la sombra de la competición. Gino, sin embargo, no se mantuvo inactivo. La que sigue es una de las historias más fantásticas del ciclismo y sus episodios. Lejos de su reputación de simpatizante del Eje —algo más o menos demostrado— el ciclista florentino llevó a cabo una misión que contravino los planes del Tercer Reich y, por añadidura, de la Italia fascista. Bartali corría y corría por las carreteras de la Toscana y de Umbría, tanto de día como de noche. Las patrullas lo paraban y él aducía estar entrenando. Lo reconocían y lo dejaban marchar de buen grado, ufanos de haberse cruzado con el mito ciclista Gino Bartali, sin sospechar que los tubulares de esa bicicleta no iban vacíos. Él y su montura serían mensajeros de una red de falsificación de documentos que puso a salvo a cientos de judíos perseguidos por el Reich. Haciendo bueno su sobrenombre de El Monje, iba y venía de las iglesias donde entregaba como correo los diferentes envíos. La red creada por Giorgio Nissim con el apoyo de varios arzobispos elaboró pasaportes que pusieron a salvo hasta un total de 800 judíos italianos y de otras nacionalidades gracias a las pedaladas de Gino Bartali, que entrenaba, y entrenaba y entrenaba. Hasta el año 2003 nada se supo de esto. Bartali, por su parte, murió silenciosamente en el 2000.
Fausto Coppi, la horma del zapato
Después de la guerra Bartali continuó su carrera con gran éxito, pero ya sabía que no estaba solo. Y lo sabía desde antes del conflicto. Fue en el Giro de 1940 cuando se encontraron por primera vez, el uno gigante, el otro minúsculo, ambos en el mismo equipo. La squadra Legnano era la dominadora del ciclismo italiano y Gino Bartali la figura del momento. Sin embargo, el toscano empezó el Giro con muy mal pie. Una caída al poco de empezar le dejó bastante diezmado y muy retrasado en la clasificación general. Con sus opciones de victoria seriamente comprometidas de inicio y en medio de un contexto bastante accidentado, el espigado Fausto Coppi pidió permiso para atacar en la quinta etapa. Apenas era un gregario de 20 años absolutamente desconocido. Se sentía bien e iba en cabeza con los mejores, pedaleando ufano en su primera participación en el Giro. Le concedieron permiso y Coppi se marchó, pero tuvo mala suerte y un problema mecánico le privó de la victoria. Poco importó porque la ruptura ya había sucedido. Gino Bartali estaba demasiado lejos de la cabeza y Fausto fue liberado de sus limitaciones de subordinado. Ungido tácitamente como la primera baza del Legnano, primero con indiferencia y luego por el peso de la propia prueba, el tal Fausto Coppi pudo hacer carrera más o menos por su cuenta. En la decimoprimera etapa hace que lo tomen en serio marchándose subiendo el Abetone. El bisoño Fausto corona sin sombra que le siga, desciende a tumba abierta pese a la lluvia y al granizo y llega en solitario a la meta, infligiendo un retraso de casi 4 minutos a sus competidores. Más aun, Coppi se enfunda el rosa ese día por primera vez en su carrera y coloca su candidatura para Milán junto a la de los mejores. Mientras todo el mundo se frotaba los ojos, Bartali, su jefe de filas, se quejaba amargamente a su equipo. Las bazas del Legnano ya estaban con el joven Coppi pero Gino dice sentirse traicionado, ninguneado. Hablaba la voz de una frustración muy concreta, la de la incredulidad más absoluta ante lo que estaba pasando. No sólo se le había torcido la carrera sino que además tenía que soportar como un cachorro de su propia manada se ganaba todos los elogios. La realidad es que todos, con razón, habían subestimado al gregario de poca monta, al espigado y enjuto Fausto Coppi. Como aquella irrupción de Damiano Cunego en 2004, surgido del equipo de Gilberto Simoni, o aquella aparición de Ullrich en el Telekom de Bjarne Riis, la revolución se produjo en el corazón de la mejor casa. Desafortunadamente para Gino Bartali, Coppi no sería flor de un día ni de dos. Ganaría ese Giro, el de 1940, con una insultante juventud, y seguiría ganando trofeos a lo largo de su larga carrera. En adelante sería la horma de su zapato y su hermoso motivo de rivalidad.
En 1946 se reanudarán la mayoría de competiciones deportivas. La deprimida Italia, salida de una guerra especialmente ruinosa para ella y con una posguerra de gran desánimo, buscaba consuelos allí donde podía. Estaban Rossellini, Visconti y Vittorio de Sica, por un lado, y el fútbol y el ciclismo por el otro. Eran el placebo favorito de una nación anciana pero jovencísima, hecha trizas, un país que no sabía ser país y que nunca aprendió a serlo. En el árido blanco y negro de las películas de Cinecittà había una tristeza que prendía eufórica cuando se devoraba deporte, como dos caras del mismo ánimo. Acabada la guerra, en efecto, las bicicletas volvieron a echarse a las carreteras y los tifosi inundaron de nuevo las cunetas, sin nadie, ningún aficionado, que pudiera permanecer neutral ante el duelo que estaba por venir. En el Giro de 1946 todo el mundo esperaba el choque entre las dos estrellas italianas, Gino Bartali y Fausto Coppi, cuya incipiente rivalidad había quedada aparcada por la guerra. Un nuevo ingrediente se unía al enfrentamiento de entonces: ya no compartirían equipo, puesto que el primero era ahora el jefe de filas del conjunto Bianchi y el segundo permanecía en el Legnano. Fue divorcio y separación de bienes y significaba que ya no habría conflicto de intereses. Primeras espadas cada uno de una nave distinta, el mano a mano durante los 22 días y 3039 kilómetros de ese Giro no decepcionó a nadie. Batallaron subiendo y bajando, en llano y contra el reloj, buscándose las cosquillas en cada palmo de tierra y asfalto. Se retaron hasta la ultimísima etapa. A la postre Bartali hizo valer su mayor regularidad y se impuso a Coppi por tan sólo 47 segundos, una desventaja tan diminuta que colmó de desesperación al pobre Fausto. La mística relación entre ambos ciclistas, tensa, arrebatada, se dotó de otra capa más de espesura y desafío. Contra pronóstico la juventud de Coppi aún no pudo doblegar a la veteranía de un Bartali que por entonces ya contaba con 32 años. El delfín aún tendría que esperar al año siguiente para hacer valer su ley, el empuje del irresistible Aquiles contra el finito Héctor.
En el Giro de 1947 las apuestas estaban más divididas que nunca. El morbo por saber cuánto resistiría Bartali a la inspiración de Coppi excitó los ánimos de todos los tifosi. Pese a que el veterano portó la túnica de líder durante las primeras 17 etapas, amenazando con volver a campeonar, Coppi hizo buena su audacia con una gran escapada de 150 kilómetros en la jornada decimoséptima entre Pieve di Cadore y Trento. Lo hizo en solitario, a su más puro estilo. En la línea de meta Bartali llegó con más de 4 minutos de retraso y perdió el jersey de líder sin remedio. Al final esta desventaja sería definitiva en la clasificación general y el pronto bautizado como La garza reale, que sólo ganaría, con todo, por minuto y pico, llegaría coronado a Milán 7 años después. Todo el mundo observó su victoria como providencial, como asignada naturalmente al normal signo del tiempo y del deporte. ¿Pero Bartali estaba acabado? En absoluto: aún realizaría la hazaña más memorable de su carrera. Diez años después de su fantástica victoria en la ronda gala, Il Vecchio volvería a correr el Tour de Francia. El Tour de 1948 sería una edición con grandes repercusiones en todo el continente y, por diversas razones, fue vivida con emoción especial en Italia. De entrada, Bartali comenzó muy mal y perdió mucho tiempo. En una carrera de tres semanas la suerte y los detalles son realmente importantes y en los primeros siete días se puede estropear todo sin posibilidad de enmienda. En ese trance estaba, sufriendo la losa de una desventaja de unos 20 minutos con los mejores. A cientos de kilómetros de Francia, el 14 de Julio de 1948, el dirigente comunista Palmiro Togliatti sufrió un grave atentado en Roma por parte de grupos paramilitares fascistas. Tras el ataque se desencadenó en Italia una grave crisis social y los sindicatos del país convocaron una huelga masiva. El clima era claramente pre-bélico. Esa misma noche, un Gino Bartali muy desmoralizado por su marcha en el Tour recibe la llamada del Primer Ministro italiano, Alcide de Gasperi, que le informa de la situación. Le conmina a no retirarse de la carrera y a ganarla para calmar una situación que tilda de estar al borde del estallido revolucionario. Exagerado o no, Bartali llevará a cabo una gran remontada —quien sabe si por patriotismo, por gloria deportiva o por algo de ambas— y llegará a la meta como el mejor corredor de todos los participantes. La imagen de Gino Bartali con 34 añazos vestido de amarillo en París, finalmente, llenará de euforia a los italianos, mientras Togliatti se recuperará de sus heridas y el clima volverá a su cauce como por efecto de analgésico. Poco o nada se solucionaría en Italia, cabe decir, pero el ciclismo había dado algo de cuartelillo al maltrecho país transalpino. Opio del Mediterráneo.
Vuelto de Francia con la vitola de campeón eterno e incombustible, los retos continuaban. ¿Era aventurado darlo como favorito de cara al próximo Giro ante un Fausto Coppi más joven y ya maduro al que todo el mundo tenía por sucesor de presente y no de futuro? El enigma prendió por toda la Italia ciclista como un folletín por entregas de resultado impredecible. Los partidarios de Coppi dieron por muerto a Bartali, mientras que los seguidores de Gino apelaron a la clase y a la experiencia de su corredor, aún en excelente forma. Desafortunadamente para él, 1949 sería el año glorioso de Fausto Coppi y el comienzo del fin de la hegemonía del maestro frente al aprendiz.
1949: la Garza vuela alto
El Giro de 1949 fue sin duda el Giro de la gesta Cuneo-Pinerolo. Era la decimoséptima etapa y aquella jornada la carrera exigía enfrentarse con La Madeleine, el col de Vars, Izoard, Montgenevre y Sestrière. Era, en efecto, la etapa reina de la ronda. Dino Buzzati lo contaba así para Il Corriere Della Sera:
«Esta etapa, que devora a los hombres –»jamás habíamos visto una prueba ciclista tan terrible», decían esta tarde los técnicos más expertos- comenzó en un valle triste, bajo la lluvia, bajo grandes nubes, entre la niebla flotando a ras de suelo, entre un clima de malestar, una atmósfera depresiva. Arropados por sus impermeables, los corredores, como para protegerse de este tiempo hostil, se apretaban unos contra otros, y juntos se arrastraban en la ascensión del valle de Stura como orondos y letárgicos caracoles (…) Nos encontrábamos ya en altitud, y el valle se extendía. Nos destacamos delante y, en las pendientes del ‘col’ de la Madeleine, miramos desde arriba esta carretera deslizante cuyo zig-zag se pierde en el fondo del valle. ¡El sol!El azar favorable nos permitió asistir a la escena decisiva…»
Ni corto ni perezoso, Fausto Coppi se lanzó al ataque poco después de comenzar el día. Coronó todos los puertos en solitario, los cinco, marchando obstinado hacia la meta de Pinerolo. Fue una escapada de 192 kilómetros, sin compañía. «Un hombre solo al mando, su maillot es blanco y celeste. Su nombre, Fausto Coppi”, enunciaba Mario Ferreti en su famosa narración para la RAI. Por detrás Gino Bartali y Adolfo Leoni lo dejaban marchar. Para cuando la temeridad se había convertido en genialidad ya era demasiado tarde para darle caza o para tan siquiera acercarse. Aquello no fue épico sólo para Ferreti o Dino Buzzati y su elegiaca crónica de la jornada —preñada de Homero y los clásicos— sino además para todos los que vieron o narraron aquella gesta. Coppi ganó dos minutos al paso por la Madeleine, cuatro cuando copó Vars. ¿Dónde estaba Bartali, el otro aspirante?
“Salpicado por el lodo, la cara gris pero su gesto inmóvil a pesar del esfuerzo… Pedaleaba, pedaleaba, como si se sintiera perseguido por una bestia terrible. […] Era sólo el tiempo, el tiempo irreparable que corría deprisa. Qué gran espectáculo ver a este hombre solo, en esta garganta salvaje luchando contra la edad”.
Coppi ganó un minuto más arriba del Izoard, y dos más tras coronar Montgenevre, y dos más tras Sestrière. Lo que ocurrió entre Cuneo y Pinerolo, primero bajo nubes, luego al calor del sol, a través de la hierba, las montañas alpinas y sus potros de tortura sin asfaltar, la sangre, la miel y la fatiga, fue la mejor gesta que el ciclismo había dado hasta entonces. Nadie pudo recordar nada parecido. Todos los que no fueron Fausto Coppi llegaron ese día con más de 11 minutos de retraso y con más de 20 en la general final. El ciclista lombardo, que como se sentía mejor era marchando consigo mismo, llegó a la meta y aún pudo ducharse y dar alguna entrevista antes de subir al podio. Aquel día les robó el Giro a todos por varios cuerpos de ventaja. En puridad fue otra de sus grandes cabalgadas, nada que no hubiera insinuado anteriormente, pero esa manera de marchar, ese modo de remontar melancólico los colosos a grandes zancadas, con el clima en contra, desde tempranísimo aquel día, ahondando un abismo delante y otro detrás… Buzzati añadiría: “Su paso por esas malditas rampas tenía una potencia irresistible”. Y el cronista italiano acabaría por ajusticiar a Bartali con extremada piedad:
“Por primera vez, Bartali ha comprendido que llegó la hora del crepúsculo. Y por primera vez, sonrió. Nuestros propios ojos pudieron constatar el fenómeno. Alguien le saludo al borde del camino. Y él, girando ligeramente la cabeza, sonrió: el hombre arisco, distante, antipático; el oso intratable, el de las incesantes muecas de descontento, ha sonreído. ¿Por qué hiciste eso, Bartali? ¿No sabes que, mostrándote así has destruido esa especie de brusco encantamiento que te protegía? ¿Los aplausos de la gente que no conoces comienzan a resultarte afectuosos? ¿Tan terrible resulta el paso de los años? Finalmente, te has rendido.»
Ya nadie bajó a Coppi de las estrellas. Conquistada Italia por tercera vez en su carrera, el reto del Tour de Francia de 1949 se asomaba, un mes después, en el horizonte. Sería su primera participación en la mejor carrera ciclista del mundo. A priori su principal rival en la ronda francesa no sería otro que su amigo y enemigo Gino Bartali, a la sazón vigente campeón. Y para anudar aún más las cosas, ambos campeones compartirían otra vez equipo —en el Tour, por aquel entonces, se corría por países—. Era otra vez el duelo fratricida de los italianos Pero las cosas se complicaron extraordinariamente para ellos desde el inicio. En la quinta etapa entre Ruan y Saint Malo Coppi sufre una caída y daña su bicicleta. La montura de repuesto tarda más de lo debido y además no funciona correctamente, por lo que el contratiempo se convierte en una grave hemorragia de tiempo. Naturalmente, el ciclismo de entonces no era tan eficaz solucionando percances como el de ahora. El tiempo seguía pasando y en un momento dado Coppi se desespera, arroja su bicicleta inútil y está a punto de abandonar allí mismo, pero entre Binda y Gino Bartali (que lo persuadió, literalmente, “a bofetones”) lo convencen para que Fausto siguiera la marcha. El contratiempo es trágico, una jugada cruel de los dioses. En la línea de meta su retraso con el líder en la clasificación general, Jacques Marinelli, es una brecha monstruosa: 36 minutos y 55 segundos. De milagro no vuelve a intentar tirar la toalla allí mismo. Bartali, por su parte, ha salvado mejor el contratiempo que ha retrasado a todo el equipo, pero su distancia también es durísima: 23 minutos. Pese a todo, los infatigables italianos de Binda siguieron adelante. Y curiosamente, la adversidad unió a los grandes rivales por deseo o por necesidad.
A la jornada siguiente Coppi se resarce imponiéndose en una crono de 92 kilómetros. No arregla nada, por supuesto, pero escala posiciones y sobre todo vuelve a meterse en carrera. Su compinche de circunstancias también recorta tiempo. Cuando llegan los Alpes se rubricará una escena que ya venía insinuándose días antes, tan magnífica como grosera para el aficionado devoto: Coppi y Bartali, otra vez compañeros de equipo, colaboran mano con mano en las etapas alpinas. Se escapan formando tándem con una misión clara, seguir recuperando tiempo, como ya habían hecho en los Pirineos algunos días antes. Realizan una suerte de crono-escalda conjunta sin nadie que les siga. La jornada une Cannes con Briançon con varias dificultades de enjundia de por medio y ellos marchan en armonía, se relevan, pincha uno, lo espera el otro… Por una vez parecen un matrimonio bien avenido. De repente son Verdi y Garibaldi en la misma partitura, Rómulo y Remo de la misma loba. En la meta gana Bartali en son de paz y el toscano se enfunda el jersey amarillo, 35 años en las piernas y en el corazón, con Coppi pisándole los talones en la general y Marinelli y Magni también muy cerca. El vuelco es impresionante, entre las cronos y las etapas de montaña han conseguido enjugar toda la desventaja. No es la gesta de un día de Cuneo-Pinerolo pero es un recuperación fondista prácticamente milagrosa. El día siguiente es el último día con dificultades montañosas serias y el destino juega una circunstancia siniestra. Cuando el guión de Briançon parece repetirse y los dos italianos comandan la prueba en comandita, Bartali se cae y Coppi mira hacia atrás buscándole. Binda se lamenta pero le ordena seguir adelante. Presto, Fausto llega en solitario a la meta de Aosta (Italia) y se enfunda su primer maillot de líder del Tour de Francia. Se establecen diferencias definitivas con todos los demás, otra vez, a remolque de los italianos. Cuando los corredores llegan a meta se enteran del último y dramático capítulo del asunto de moda: de entre los dos mejores hombres, uno ha caído. La victoria es para Coppi, que salvó la circunstancia funesta que arrojó a Bartali al polvo. Los dioses parecieron dictar sentencia sumarísima. Al fin, la gesta de Coppi es grandiosa: engarza un espectacular doblete Giro-Tour por primera vez en la historia del ciclismo. Il Campeonísimo es, sin discusión, el nuevo rey de la bicicleta a partir de 1949. Aunque en Italia se siguiera adorando a Gino Bartali —35 años, segundo en el Giro y en el Tour de ese año—, la realidad demostraba tozuda que el signo del tiempo había caído con todo su peso y que el favor de los dioses ya estaba irremediablemente con Fausto Coppi. Gino, por su parte, lo observaba sin evitar pensar que había estado a una caída de distancia de su tercer amarillo.
Se extingue el duelo
En 1950 los inseparables apenas se encontrarían. Se ven las caras en el Giro, que ese año terminaba en Roma, pero Coppi sufre una grave caída en la primera semana de carrera y se fractura varias costillas, viéndose obligado a la retirada. Se pone en evidencia el talón de Aquiles del superhombre: cuando se cae, Coppi sufre grandes contusiones. Su complexión frugal, un increíble engranaje hecho de carne, parece casi de cristal cuando se precipita fuera de la bicicleta. La caída en el Giro de 1950 lo deja fuera de juego para la reválida del Tour y para el resto de la temporada. Por su parte, Gino Bartali se bate con honores con el suizo Hugo Koblet —a la sazón primero ganador extranjero del Giro y gran representante del emergente ciclismo helvético— pero sólo puede ser segundo. Es un puesto de mérito pero agridulce para el longevo tricampeón de la ronda transalpina. Aún le daría ese año para cazar una etapa en el Tour y ganar la Milan-San Remo y el Giro de Toscana, su tierra de siempre. Bajo especulaciones de retirada inminente vuelve a subirse a la bici en 1951 y realiza una temporada estimable: 4º en el Tour, victoria en el Giro del Piamonte y 2º en el Mundial en ruta. Por su parte, Fausto Coppi está plenamente recuperado de sus heridas pero vuelve a tener un año aciago. No logra subir al podio de Milán y en París se conforma con una ramplona décima plaza. Su discreto rendimiento deportivo es causa, en gran medida, de la prematura muerte de su hermano Serse Coppi, también ciclista, mientras disputaba una carrera en el norte de Italia. Fausto aún tardaría algo de tiempo en recuperar el brillo, aunque tampoco demasiado. La temporada de 1952 será el último curso en el que se disfrutará de los legendarios Fausto Coppi y Gino Bartali batidos en duelo, o casi. Desafortunadamente, sólo restaba un modesto epílogo de esta historia de amor.
El Giro del 52 volverá a alumbrar al campeón Coppi, aún en su cénit con 32 años. Nada nuevo bajo el sol y una victoria muy holgada después de dos años muy desafortunados. Finalizada la ronda italiana, en julio de 1952 el Tour se dispone a comenzar. Inesperadamente, las fricciones en el equipo italiano toman una escalada peligrosa, como en los viejos tiempos. Bartali está decidido a luchar por su tercer Tour y Coppi sólo quiere gregarios a su lado. El jaleo llega hasta tal punto que la organización del Tour amenaza con excluir a los italianos si no ponen orden entre sus filas. Nadie le concede opciones a Il Vecchio, que tiene 38 años pero aún sigue luciendo como ese diésel irresistible de la Italia de siempre. Coppi no se fía. Está decidido a ganar su segundo Tour y no admitirá distracciones. Exige a Binda que Bartali sea oficialmente excluido de la lucha y apeado de sus ambiciones de amarillo. Binda accede sin alternativa ante la petición de la estrella, Gino se resigna a la condición de gregario y el Tour comienza con rumor de bayonetas. No habrá lucha de poderes, sin embargo, y los italianos se acogerán a la disciplina del equipo durante las tres semanas. Y en efecto, Fausto Coppi volvería a ganar en Francia con todos los honores. Cimentará su triunfo, brillantísimo, otra vez, en la montaña: dominará la llegada de Alpe D’Huez —la primera de la historia— y la de Sestrière, donde infligirá más de 7 minutos a todos sus perseguidores. Será líder en la jornada 10 y ya no soltará la túnica dorada hasta París, gestionando con inteligencia sus ventajas tanto en la montaña como en las cronos. El venerable Bartali nunca pudo seguir ya a Coppi pero hizo un gran trabajo para él, además de hacerse con una notable quinta posición en la general. El doblete Giro-Tour de Fausto en 1952, el segundo de su carrera, asienta a Il Campeonísimo en el Olimpo del ciclismo mundial y lo destaca claramente como el hombre más laureado de la historia del deporte de la bicicleta. Es Julio César apoderándose de la Galia, pero sin Pompeyo que lo inquiete. La sombra del brillantísimo doblete de 1952 es la frustrada tentativa de Bartali de disputar el Tour, su intento negado de robarle un último asalto al hombre que le bajó de la gloria por el peso del tiempo, los años y los dioses. En cualquier caso el ciclista toscano se obstinaría en alargar su carrera aun más y correrá muy dignamente en 1953, emprendiendo la retirada final al término de esa campaña. Después de ello Coppi seguiría ganando pero el brillo de sus victorias perdió destellos, quilates, muy al margen de que ya no volviera a vencer en ninguna carrera de tres semanas. Ganara lo que ganara e hiciera lo que hiciera, sin Bartali ya no podía poner en valor sus aventuras.
Homero, el bidón y la leyenda
Sesenta años después en Italia se sigue discutiendo sobre ello. La rivalidad del ciclismo italiano parece haberse resumido en la famosa escena del bidón de agua. Era ese último Tour de 1952 donde se vieron las caras y Fausto Coppi y Gino Bartali escalaban laboriosamente el coloso Galibier. Era la decimoprimera etapa y Fausto ya portaba el jersey amarillo de líder de la carrera. El tándem italiano trabajaba para seguir maximizando diferencias. Cabe recordar que Coppi era el jefe de filas y Bartali hacía, a disgusto, de gregario. En fin, que subían, y subían, Fausto delante, Gino a rueda. En un momento dado los dos se miran de reojo y estiran su brazo, el uno hacia delante, el otro hacia atrás, encontrándose. Se dan algo. Se pasan un bidón de agua. Pero, ¿quién se lo da a quién? El fotógrafo estaba allí para robar el momento pero la imagen estática no lo aclara. Pese a que los roles estaban claros aquello era una genuflexión en toda regla, un símbolo de debilidad intolerable para el tifosi. Si se ayudan, que no se note; manca finezza y todo eso. El pecado consistió en que alguien tuviera la ocurrencia de inmortalizar ese momento. ¿Quién de los dos ha claudicado ante su enemigo mortal, ofreciéndole agua fresca durante la agonía? La instantánea del fotógrafo Carlo Martini para La Gazzetta dello Sport no lo deja claro, pues recoge la unión de las manos sobre el bidón sin poderse adivinar quién avitualla a quién. Esa es la potencia de la instantánea, a la postre elegida como fotografía deportiva del año. Ateniéndonos a la realidad y dejando a un lado la controversia más mítica, todos los indicios llevan a pensar que fue Bartali quien le dio el bidón a Coppi —de hecho, en la fotografía la bicicleta de Il Campeonísimo figura desnuda y la de Il Vecchio llena de bidones—, lo cual tendría todo el sentido por la jerarquía que guardaban ambos corredores. No importa: la rivalidad mantendrá encendida una duda que casi todas las certezas desmienten. En efecto, la foto deja el suficiente resquicio para que la incertidumbre alumbre una discusión tan larga y contemporánea como los clásicos. Tan inextinguible como el placer de discutir, posicionarse y jalear.
En suma, al fin Italia no pudo sino encomendarse a la mitología ciclista. Su pasado Imperial y magnífico acabó por atrapar los sentimientos de un pueblo que siempre ha demostrado ser extraordinariamente fecundo a los mitos de belleza. Ninguna ciudad más adicta a la hermosura que Roma, y por añadidura, que Italia entera. Pese a lo desdichado de los hombrecillos remontando las rampas con sus castigados cuerpos de palo, pese a lo poco agraciado de la tierra, el barro, el rictus de sufrimiento, las caras polvorientas bañadas por el sol, pese al gesto tenso de la agonía y el sudor, Italia no pudo sino enamorarse de la plástica épica del ciclismo. El crujir de pedales parece hacer vibrar el músculo mitad dormido mitad despierto de la cultura clásica y del imaginario latino, ese paraíso perdido de grandeza, anhelado por una Italia segundona y derrotada tras 1918 y 1945. Porque, ¿qué diferencia existe entre el interminable viaje de Odiseo y la lenta agonía del ciclista durante más de 250 kilómetros? ¿Qué separa al penoso asedio de Troya del lento remontar de cimas del ciclista escalador? Son carne de lo mismo, como bien supo ver Dino Buzzati, el cronista que abre el texto, que hasta entonces no había visto una carrera de ciclismo en su vida y que se encomendó a Homero para explicar y explicarse qué diantres era lo que estaba viendo.
Coppi contra Bartali eran el genio contra el talento, que son dos cosas muy distintas. Uno era el duende y el otro la capacidad, el tesón bien avenido. Ambos tuvieron, sin proponérselo, la magnífica idea de abanderar a las dos Italias, dicotomía conceptual tan presuntamente simplista en teoría como eminentemente cierta en la práctica. Bartali era el espejo para la parte conservadora, cristiana y ‘gentiluoma’, mientras que la romántica y melancólica besaba por donde pasaba Fausto Coppi. Pero eran desdichadas las dos, al fin y al cabo, pues en aquellos tiempos Italia se moría de pena y de hambre. Encontraban un festín de consuelo y pasión en la rivalidad ciclista del momento. Coppi, apenas un paleto poco agraciado a pie pero el mismísimo Apolo cuando montaba en bicicleta; y Bartali, presuntuoso, vehemente, fumador compulsivo, amante del buen vino y fanático comedor de pasta. “Bartali se empapaba de su mundo, y hasta de su mito. Coppi se distanciaba”, dice de ellos Sergio Zavoli. Pero al final los puntos de encuentro también son extraordinarios. Ambos perdieron a su hermano —también ciclista— y estuvieron a punto de dejar de competir. Ambos supieron traicionar silenciosos las supuestas causas que defendían, pues Bartali salvó de los fascistas a centenares de judíos durante la guerra y Coppi sirvió en África en la Divisione Ravenna con las fuerzas de Mussolini. La sapiencia de los aficionados supo definir a Coppi como no lo hizo ningún periodista: “Drammatico, ma non serio”. Y a Bartali lo delató Curzio Malaparte con sus palabras: “Es un hombre en el sentido antiguo, clásico, metafísico también, de la palabra”. También no podían ser más distintos, es cierto, pero la prensa y los aficionados cavaron un abismo de antítesis que tenía escaso parecido con la realidad. Una vez que ambos ganaron el Giro de Italia y empezaron a porfiar en 1940, el mito ya estaba en manos de la espiral pública y totalmente fuera de control de los protagonistas. Todo el mundo necesitaba esa mitología. “Entre la realidad y la leyenda, imprime la leyenda”, decía John Ford. Ojalá Berlanga, fanático de la bicicleta, les hubiera hecho una película a tiempo.
Al final, como si todos los golpes de pedal les hubieran llevado hasta allí, Coppi y Bartali se vieron a las puertas de Troya y ambos sabían lo que iba a pasar. Podría haber sido en 1947, o en el 48, o en 1949, cuando finalmente ocurrió. La cuestión es que acabaría pasando. La pujante divinidad de Aquiles acabaría sometiendo al viejo Héctor, tal y como la juventud del genio Coppi terminó de colapsar el ciclismo áureo de Bartali. El signo del tiempo cayó con todo el peso de Atenea. En segundo plano, tras los protagonistas, Italia se encomendó a la bicicleta como símbolo de su melancolía y de desazón. Si se lo quiere conocer por entonces, el país de sólo 80 años de vida y 20 años de guerras quedó retratado en aquella aciaga historia del ladrón de bicicletas de Vittorio de Sica, donde se robaba por hambre y se soñaba por necesidad. En ausencia de más referentes se encomendaron con magnífica honestidad y fanatismo a la figura de dos ciclistas que trajeron al regazo las cumbres de lo imposible. No es ningún decir: cuatro Tour de Francia y ocho Giro de Italia los contemplan. Aquello no tenía ningún parangón. Tanto dominaron que era imposible no subirlos a los altares. Luego vendrían Merckx, y Gimondi, Hinault, Pantani, todos apoyados en la leyenda del ciclismo italiano que Bartali y Coppi, por estricto orden cronológico, habían levantado desde lo más primitivo, desde las carreteras de sterrato y los recambios colgados al cuello, ese ciclismo de roca y de ceniza que tan poco se parece al actual. ¡Y cómo dominaron, qué gran impacto causaron! Ganaban subiendo y bajando, en el pavés de la Roubaix o en las jornadas alpinas de la Grande Boucle. Allí donde iban arrasaban, como en aquella Milan-San Remo de 1946. El 19 de Marzo del 46, cuando Coppi llegó a la meta de la Liguria con 14 minutos de adelanto, después de otra cabalgada en solitario de más de 150 kilómetros, al cronista de la RAI no le quedó más remedio que decir al micrófono: “¡Primera clasificado: Fausto Coppi! En espera del segundo, les ponemos música de baile”.
Fuente: jotdown Carlos Zúmer